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Es que mi hijo es un vago!


Ahora que se acerca el final de curso, es una frase que se escucha bastante para justificar las malas notas. Es que no hace nada, no estudia, no se pone, ni siquiera se sienta a estudiar si no amenazas o castigas primero… Y casi siempre termina con un… ¡es que es un vago!


Con toda nuestra buena intención y queriendo comprender qué puede pasar por esa cabecita para no hacer un mínimo esfuerzo por su futuro, le estamos dando la excusa perfecta para ni siquiera intentarlo.


Porque, ¿qué hacen los vagos? Desde luego, no responsabilizarse de sus tareas y ponerse a estudiar por ellos mismos. No van a esforzarse, ni van a ser autónomos, limpios y ordenados en lo que se supone que se espera de ellos. No, eso lo hacen los niños responsables, pero no los vagos. Y el que tenemos nosotros es vago, así que no le toca.


Pero, ¿realmente es así? ¿nuestro hijo es vago y ya no hay nada más que hacer para que le vaya bien en los estudios? Pues podemos quedarnos tranquilos porque se puede salir de ahí.


Primero dejando de decir que es vago, porque no lo es. Solo está desmotivado y no le apetece estudiar. De cierta forma es normal. La forma en que están organizadas las materias, los contenidos, la metodología utilizada y la conexión que tiene con los intereses reales de los chavales hace que se desganen fácilmente.


Para que tengan ganas de estudiar necesitan algo estimulante, algo que les interese, bien por el tema, bien por la forma en que se explica el profesor, bien porque el profesor les cae bien y no quieren defraudarlo, necesitan algo que les motive a coger un libro. Porque si somos sinceros, la diferencia entre el clima oceánico y el continental o la resolución de una integral, para un adolescente no es un tema vital.


Y el cerebro desecha la información que no resulta útil, importante o necesaria. Toda esa información que por obligación se pasan leyendo toda la tarde, al día siguiente desaparece de su cerebro como si se la llevase el agua de la ducha. Necesitan una forma de estudiar que les resulte atractiva e interesante y que no sientan que están perdiendo su tiempo.


Pero lo más importante es el contenido de la afirmación “eres un vago”. Es una etiqueta que llega a su identidad, le estamos diciendo que es así, igual que es alto, o bajo, y eso supone que poco podrá hacer para cambiarlo. Cuando no es así en absoluto.


La diferencia entre lo que eres y lo que haces determina enormemente la actitud con la que nos enfrentemos a ello. Si soy un vago no hay nada que hacer, pero si me comporto como un vago, siempre tengo la opción de comportarme de otra manera.


Además, le transmitimos la idea de que no vale la pena intentarlo porque no lo va a conseguir, ya tiene el fracaso garantizado (porque ya sabemos que no va a esforzarse lo suficiente para que salga bien) y por lo tanto, ¿para qué va a perder el tiempo en intentarlo?


Entonces, ¿qué necesita para cambiar sus hábitos? Necesita confianza, que creamos en él. Es cierto que como padres, se las tenemos guardadas todas las veces que intentamos confirmar en él y no lo logró. Si tiramos la toalla y le damos por caso perdido, no se va a sentir más motivado. Además de la confianza, es posible que necesite aprender una nueva forma de estudiar, que le resulte más asequible y que le permita tomar las riendas de sus estudios y ver cómo puede enfrentarse a su curso, pero desde la responsabilidad, la de él, no la de los padres.

Es posible que lo intente y no lo consiga (no tiene mucho hábito en conseguir buenos resultados) pero es más importante fomentar el esfuerzo y reconocer el trabajo que sí hace que quejarnos porque los resultados no hayan sido los deseados. Desde luego la queja sí que no motiva y no predispone a mejorar.


Resetear, cederle la responsabilidad de sus decisiones, confiar en él (también cuando se equivoca) y motivarle. Esos son los ingredientes principales de la receta mágica.

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